Tras la muerte
de Fernando VII, su viuda María Cristina de Borbón ocupó la regencia, tratando
de llegar a un acuerdo con los partidarios de Carlos María Isidro, sin perder
el apoyo de los liberales. Esta misión se la confió a Francisco Cea Bermúdez,
líder de un gobierno que apenas duró tres meses. Pero, aunque los esfuerzos por
atraer a los carlistas fueron en vano, su gobierno emprendió una reforma de
gran envergadura de la mano de Javier de Burgos, ministro de Fomento: la
división de España en provincias. Para esto se basó en los
planteamientos del Nuevo Régimen pero tomando como base la antigua división en
reinos de España. El decreto fue aprobado el 30 de noviembre.
Esta
separación se ha mantenido prácticamente sin cambios a nivel provincial hasta
la actualidad. Dividía el territorio español en 49 provincias, separándolas en "regiones históricas", a partir de ciertos criterios «racionales»: extensión
(desde el punto más alejado de la provincia debería poder llegarse a la capital
en un día), población (las provincias deberían tener una población entre
100.000 y 400.000 personas) y coherencia geográfica. A la cabeza de cada
provincia, el gobierno de la nación designaría un representante, que ostentaría
el título de «jefe político».
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